Probablemente, y sin ánimo metafórico, la única lealtad justicialista sea para con el poder. Y no precisamente el poder como un concepto abstracto, energético, sino con el poder del Estado. No en vano el fasto conmemora la multitudinaria pueblada que fue a reclamar por la libertad del entonces coronel Perón ante la Casa Rosada. La muchedumbre no se dirigió, al estilo de los revolucionarios franceses, a ninguna bastilla para sacar por la fuerza a su líder prisionero. Marchó directamente al palacio, a la sede del gobierno argentino, a requerirle al presidente Edelmiro J. Farrell que repusiera a Perón en sus cargos anteriores (vicepresidente, ministro de Guerra y Secretario de Trabajo) y así asegurar las reformas laborales que había establecido.
El simbolismo es transparente. El peronismo se inició desde las estructuras del Estado en el seno de un gobierno de facto. Nada de consensos democráticos. Ninguna ley emanada de un Congreso de inspiración republicana. Su génesis consistió en apenas un anónimo oficial del ejército a cargo de un ignaro departamento burocrático. Las masas que coparon la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945 entendieron perfectamente, y de allí su fortaleza conceptual, que sin el poder del Estado jugando a su favor y sin importar el costo a pagar, todo lo logrado correría el riesgo de evaporarse. La única garantía era que Perón retornase a la posición que había ocupado desde junio de 1943.
Mientras que el general vivió, las contradicciones del movimiento fueron manejadas exclusivamente por él, con la destreza de un gran titiritero. El destierro y su mito subsiguiente le permitieron, desde 1955 hasta su regreso, alimentar múltiples versiones del justicialismo que, lamentablemente, eclosionaron en la década del ’70 a sangre y fuego. Su muerte en 1974 convirtió a la lealtad, por mucho tiempo, en un concepto completamente vacío.
Pero la resiliencia pudo más. Ya en democracia, y a pesar del duro golpe que significaron las elecciones de 1983, sus cuadros fueron rearmándose en torno a gobiernos provinciales y a diferentes liderazgos que permitían soñar con el retorno a las ligas mayores. La llegada de Carlos Menem y su sorprendente agenda liberal en 1989 puso nuevamente en vigor la sentencia sobre que para un peronista no había nada mejor que otro peronista, y que no importaban tanto los virajes ideológicos del conductor de turno sino el mantenerse en la misma Casa Rosada que los vio nacer. Esta plasticidad se vio posteriormente reflejada con los gobiernos de Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner y, en menor medida y en buena parte culpa de sus exclusivos excesos, con Cristina Fernández.
No sorprende, por consiguiente, que el peronismo tienda a la dispersión cuando está en el llano y a la unidad cuando ocupa el poder. Si bien esta es una característica que podría extrapolarse a casi cualquier organización humana, dentro del justicialismo el fenómeno es particularmente notable. El monolítico consenso que parece haber alcanzado en torno a Alberto Fernández (especialmente tras las PASO y luego de años de dispersión) es porque la fuerza interpreta que el regreso al poder es una cuestión de mero trámite.
Esta convicción es compartida por Fernández, el impensado candidato de la unidad. Probablemente sea esta la razón por la cual la conmemoración del 17 de octubre haya tenido lugar en La Pampa y no, como hubiera sido más apropiado, en La Matanza o en Avellaneda, históricos reductos peronistas. Si todas las condiciones están dadas para una cómoda victoria en apenas diez días, ¿para qué arriesgarse con una liturgia no siempre comprendida por el resto del país? Él no podría soportar perder esta chance histórica por el mero capricho de poner a prueba la urbanidad de sus compañeros. Santa Rosa se encuentra lo suficientemente lejos como para que ningún grupo de exaltados le dé pasto a las fieras. Lo central, lo único importante, es volver. En eso La Cámpora la tuvo siempre clara.
El voluntario ostracismo pampeano del PJ contrasta, sorprendentemente, por el gusto que le ha tomado Mauricio Macri a la calle. Su gira del “Sí, se puede” viene mostrando importantes multitudes en torno al presidente, como haciendo pito catalán a la severa crisis económica por la que atraviesa el país. Así, mientras que Fernández parece un especulador en materia electoral, arriesgando poquito y nada, Macri se encuentra en modo líder, arengando voz en cuello a sus seguidores y desafiando los adversos resultados de agosto.
En este sentido, el cierre que promete Juntos por el Cambio en el obelisco promete ser apoteótico, casi alfonsinista. Es seguro que se congregará mucha gente, tanto para expresar su respaldo al presidente como para desafiar al peronismo, los piqueteros y tantos otros alborotadores en su propio territorio, esto es, en la calle. El mitin se llevará a cabo el sábado por la tarde, 24 horas antes del segundo debate que protagonizarán los candidatos en el aula magna de la facultad de derecho de la UBA. Será tanto un anabólico para Macri y como una mojada de oreja a la fórmula del Frente de Todos que, pruebas al canto, parece rehuir las tradicionales manifestaciones populares.
Pero no todo lo que reluce es oro. El oficialismo puede que esté eufórico por el entusiasmo que ha despertado la gira aunque esto no signifique, necesariamente, un simétrico apoyo electoral. Hay muchos antecedentes en la historia reciente de candidatos que han tenido su hora feliz con el pueblo y que, sin embargo, han caído derrotados en las elecciones. Macri debería saber -y tal vez lo sepa- que es mejor llenar las urnas de votos que las plazas con gente. Todo lo que se haga en la previa, incluidas las marchas y las arengas, es útil, pero en absoluto determinante para el triunfo.
Tampoco puede soslayarse el hecho de que el diseño de la gira presidencial ha tenido un componente amigable. El macrismo es fuerte en ámbitos urbanos de clase media y esta, no obstante que golpeada, todavía sigue creyendo que cualquier cosa es mejor que el peronismo kirchnerista. Las ciudades de Tucumán, Córdoba y Mendoza, entre tantas otras, encajan bien dentro de este ecosistema. Cerrar en la ciudad de Buenos Aires, el territorio fundacional del PRO, es la culminación previsiblemente exitosa de una saga esperanzadora pero, a la vez, políticamente endogámica.
De alguna manera, el experimento del sí se puede ha resultado una experiencia colectiva de lealtad de parte de un electorado desorientado y sin referentes alternativos a la vista. Macri ha pescado en la pecera de los suyos, de la misma manera que Fernández encontró ayer en los leales oportunistas del PJ el alivio de la popularidad que, hasta la decisión de Cristina, nunca la tuvo por mérito propio. No dejan de ser meros placebos, aunque, hasta el 27, funcionarán como auténticas terapias paliativas de sus respectivas carencias políticas.
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