Las razones son estadísticas. Los diputados nacionales de Hacemos por Córdoba integran el puñado de legisladores que tienen la llave del quórum en la Cámara de Diputados. Ni oficialistas ni opositores, estos conforman un núcleo pendular que responde a los intereses del gobernador que, por la propia dinámica de la política, no siempre se mantienen estáticos.
Se descuenta que la reforma judicial no encontrará obstáculos en el senado, que comanda a su antojo la expresidenta. Pero el trámite no será sencillo en la Cámara Baja, en donde la oposición cuenta con números importantes y en donde existen archipiélagos políticos que, como el de los cordobeses, juegan partidas de póker en cada sesión.
Dado que, por su naturaleza, el proyecto oficialista no requiere mayorías especiales, los opositores apuestan a bloquearlo por el lado del quórum. A diferencia de los mejores años del kirchnerismo, el Frente de Todos requiere en la actualidad del concurso de otras fuerzas para lograrlo, una necesidad que exige pericia táctica y, algo no menor, méritos suficientes en la cusa que se invoca.
Esto es, precisamente, lo que condiciona a los peronistas de Córdoba. Son representantes de la provincia más refractaria a Alberto Fernández y sus iniciativas y que, sin embargo, ha acompañado al justicialismo local a lo largo de 20 años sin mayores sobresaltos. Es una contradicción que, cada tanto, pega de lleno en la estrategia de Schiaretti de mantenerse al margen de las grandes polémicas nacionales.
Las manifestaciones del pasado 17 de agosto dejaron bien en claro que gran parte del electorado mediterráneo no quiere saber nada con los cambios que propone el gobierno, aunque muchos de ellos hayan sido postulados por el macrismo un par de años atrás. El problema no es tanto la reforma -ya lo hemos dicho desde esta columna- sino los reformadores y, un dato no menor, la oportunidad para impulsarla. Lo que en otras provincias sería una sospecha, aquí es certeza absoluta: el presidente sólo busca la impunidad de su valedora, aunque para ello deba incumplir con compromisos públicos previamente asumidos.
Todo esto no es un secreto para nadie, mucho menos para Fernández. Sus esfuerzos para atraer al gobernador y sus legisladores son explícitos y, hasta cierto punto, patéticos. Ayer, por ejemplo, anunció un aporte nacional para finalizar la planta potabilizadora de Bajo Grande pontificando, de paso, con que “los cordobeses son argentinos” y que es necesario “terminar de una buena vez por todas con esta historia de que Córdoba era una cosa aislada al resto del país”. Nada más cierto que eso, pero tampoco nada que desnude con mayor precisión la discriminación que la provincia ha sufrido de la mano de las administraciones K y que la ha llevado a la actual situación de enemistad manifiesta entre ambas jurisdicciones.
Schiaretti, mientras tanto, opta por el silencio, aun a riesgo de quedar offside. Bastaría una palabra de su parte para que la reforma ingresara en aguas de borrasca, pero no está dispuesto a dar ese paso extremo, al menos por ahora. Necesita del auxilio de la Nación todo el tiempo (prácticamente todos los gobernadores lo requieren) y considera que todavía es prematuro correr el riesgo de definirse.
En el fondo, su mayor esperanza es que el asunto se desinfle del mismo modo que sucedió con Vicentin, pero no hay señales de que esta vez ocurra tal cosa. Es evidente que el kirchnerismo más duro está profundamente comprometido con el proyecto y que desistir en su aprobación sería considerado una claudicación inaceptable. Todo indica que, tarde o temprano, deberá tomar partido.
Y este es constituye el auténtico quid pro quo de la cuestión. ¿Qué tipo de acuerdo sería aceptable para Schiaretti a efectos de habilitar el quorum o colaborar en la aprobación de la iniciativa oficialista? O, mejor dicho, ¿sería posible para él pactar algo semejante sin perder buena parte de su legitimidad territorial?
Va de suyo que las promesas de obras nacionales en la provincia no alcanzan para justificar nada. Por más que el presidente se muestre munificente, cualquier aporte que en adelante se comprometa a desembolsar será, apenas, una fracción despreciable de todo lo que el kirchnerismo ha financiado en el conurbano bonaerense o en las provincias afectas con plata del resto de los argentinos a lo largo de sus mandatos. Adicionalmente, le sería difícil al propio Schiaretti convencer a sus electores que ha cambiado los votos de sus diputados por algo más valioso que los valores republicanos que la media de los cordobeses dice defender como justificación de la intransigencia que los caracteriza.
El gobernador está en un callejón sin salida, apenas uno de todos los que puede tener por delante en su relación con la Casa Rosada. Si juega con Fernández, pierde apoyo local -seguramente en grandes proporciones; si condena la reforma, su gestión puede verse amenazada por previsibles problemas financieros, amén de probables represalias. Es un juego de suma negativa del que no puede sustraerse.
¿Qué hará entonces? El presidente ya dijo que “no nos van a doblegar los que gritan (porque) los que gritan suelen no tener razón” y que, por lo tanto, no abandonará el proyecto. El rumbo de colisión está, de tal suerte, planteado. Además, falta considerar el tema afectivo. Si esta fuera una reforma de Fernández, que comprometiera a los propósitos últimos de su gestión, Schiaretti podría argumentar que, más allá de los pareceres de sus comprovincianos, él se encuentra en definitiva comprometido con gobernabilidad del país, quien quiera fuese el presidente de turno. Sin embargo, no es este el caso. Los cambios en la justicia que se propician solo interesan a Cristina, alguien completamente lejana a los afectos del gobernador. Jugarse el pellejo político por una vicepresidenta tan distante como vengativa parece un precio inadmisible, indigno del sacrificio que se le solicita desde la Nación. Este parece ser el límite de cualquier acuerdo que, en otro contexto, tal vez hubiera considerado asumir.
Tu opinión enriquece este artículo: