Porque amamos al Coronavirus

(Por Pablo Esteban Dávila - Diario Alfil) En su magnífica obra Homo Deus el filósofo israelí Yuval Noah Harari refiere que “después del hambre, el segundo gran enemigo de la humanidad fueron las pestes y las enfermedades infecciosas”, proporcionando datos históricos que, desde una perspectiva moderna, hielan la sangre. Por ejemplo, la Peste Negra (originada en 1330 en algún lugar de Asia Central u oriental y propagada luego al resto del mundo) terminó con la vida de entre 75 y 200 millones de personas, más de la cuarta parte de la población de Eurasia. La viruela, que siguió a la llegada de los conquistadores españoles, mató solo en México a 8 millones de personas de una población total nativa de 22 millones en 1520.

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Hay muchos ejemplos en la historia de este tipo de calamidades, incluso en pleno siglo XX. En 1918, la denominada “gripe española” exterminó entre 50 y 100 millones de personas en menos de un año, mientras que la concomitante Primera Guerra Mundial mató a 40 millones entre 1914 y 1918. Era un hecho que, hacia principios del siglo pasado, cerca de un tercio de la población mundial moría antes de llegar a la edad adulta debido a una combinación de desnutrición y enfermedad.

Las más recientes pandemias, en comparación con aquellas calamidades, se antojan particularmente benévolas. El SARS, por ejemplo, inicialmente provocó temores de una nueva Peste Negra, pero acabó con la muerte de menos de 1.000 personas en todo el mundo. El brote de ébola en África Occidental parecía al principio que escalaba fuera de control, y el 26 de septiembre de 2014 la OMS lo describía como “la emergencia de salud pública más grave que se ha visto en la era moderna”. No obstante, a principios de 2015 la epidemia se había detenido, y a principios de 2016 la OMS declaró que había terminado. Infectó a 30.000 personas (matando a 11.000), y causó graves perjuicios económicos en las regiones que azotó, pero estuvo muy lejos de compararse con las pavorosas estadísticas del pasado. De hecho, ahora existe una vacuna eficaz que amenaza su existencia, sumándose a una lista de otras pandemias en las que fallaron las predicciones, tales como la fiebre de Lassa, el hantavirus, la enfermedad de las vacas locas, la gripe aviar y la gripe porcina, conforme refiere Steven Pinker en su muy recomendable libro “En defensa de la Ilustración”.
 


El hecho de que, en la actualidad, los virus y las bacterias ya no diezmen la población con la tenacidad de antaño no es un milagro del cielo, sino el fruto de asombrosos avances en la ciencia y la biotecnología operados en los últimos 100 años. La humanidad se las ha arreglado para vencer horrendos enemigos invisibles, que tantas penurias causaron a nuestros antepasados, gracias a poderosos antibióticos, campañas de vacunación masiva, mejores infraestructuras sanitarias y monumentales inversiones en investigación y desarrollo de gigantes farmacéuticos. La viruela ha sido erradicada (desde 1979 la Organización Mundial de la Salud -OMS- ya no vacuna contra la enfermedad) y el sarampión también había corrido la misma suerte, hasta que los estúpidos anti–vacunas cortaron, recientemente, el círculo virtuoso entre ellas y la salud pública en algunos miembros de la población. Hasta el SIDA, que tanta preocupación causara a finales de los ’80 y uno de los enemigos más elusivos de los científicos, ha dejado de ser una sentencia de muerte para transformarse en una suerte de enfermedad crónica.

Pero, y pese a estos asombrosos avances, buena parte del mundo (y también de nuestro país) afronta con un pesimismo casi medieval la amenaza de la peste estrella del momento, el coronavirus. Todo gira en torno de este enemigo microscópico, como si fuera capaz de poner en riesgo el mismísimo futuro de la humanidad.

Esto es, claramente, una exageración, pero evidencia el clima de la época. El ser humano ha llegado a dominar campos científicos que tan solo cincuenta años atrás hubieran parecido de ciencia ficción; sin embargo, reacciona con un temor premoderno ante amenazas que, no obstante su seriedad, no parecen desafiar el reinado de la ciencia y el progreso.

Lejos de enorgullecerse de estos logros colectivos, muchas personas prefieren las distopías que auguran un futuro terrible (que nunca llega) para la humanidad. Son los decadentistas que consideran que el capitalismo, la democracia liberal y el progreso moral son sólo ilusiones perversas que amenazan la vida en el planeta y que el confort del que se jacta el mundo contemporáneo es un simple preludio a una gama indeterminada de amenazas inmanejables y holocaustos de toda laya. A este colectivo, integrado por una buena proporción de comunicadores sociales e ignaros activistas en redes sociales, el coronavirus le viene como anillo al dedo: funciona como el recordatorio de que las más lúgubres profecías siempre están cerca de cumplirse.

Los reaccionarios del progreso (aunque, paradójicamente, gusten de llamarse progresistas) aman el coronavirus porque certifica su pesimismo anticientífico, al tiempo que el gran rebaño de la opinión pública, poco habituado a leer historia y pensar en términos estadísticos, a menudo secunda histéricamente sus visiones catastrofistas. Lamentablemente para ellos, pronto la pandemia será historia y, otra vez, la ciencia, la OMS y las políticas de salud pública implementadas por la mayoría de los países ganarán también esta batalla, como ha sucedido con otras similares en las últimas décadas.
 


Pero mientras tanto, el coronavirus resulta útil, y no solo a los distópicos decadentistas. También algunos políticos se aprovechan de la infección a lo largo del mundo y, de entre ellos, sobresale con nitidez el argentino Alberto Fernández, quien ha hecho del virus un enemigo personal, amenazando incluso con el Código Penal por Cadena Nacional a quienes violen cuarentenas y protocolos.

Las razones de tanto encono están más próximas a la política que a la salud pública. La Argentina, por ahora, tiene sólo 31 casos confirmados y apenas una víctima mortal que, asaz de haber contraído la enfermedad, ya arrastraba otras patologías de base. Sin embargo, el presidente ha puesto el coronavirus al tope de su agenda, anunciando draconianas medidas para combatirlo.

No obstante que estos empeños podrían reforzar un bienvenido cordón sanitario, es altamente probable que escondan otro tipo de propósitos. El gobierno necesita, en medio del desconcierto de su política económica y de sus inocultables contradicciones políticas, que la opinión pública se olvide por un tiempo de la inflación, la crisis y el incremento de la presión impositiva. Además, el coronavirus explica tanto la caída en los ingresos por turismo como el derrumbe del precio internacional del petróleo, dos fuentes de divisas que impactan bajo la línea de flotación de las cuentas públicas, esto sin hablar del colapso de los mercados y las dudas sobre la economía mundial. Recurrir a este mal importado y, por ahora, sin remedio a la vista, es por lo tanto una forma de culpar a otros, y no solamente a Mauricio Macri, por el desasosiego que vive el país y del que Fernández no se siente todavía responsable.

Esto no significa que, allende la sobreactuación presidencial, los esfuerzos y controles dispuestos por el gobierno nacional y las provincias no se encuentren justificados. Por el contrario, y más allá de la histeria global que se ha desatado, las medidas que se están tomando son necesarias para evitar el descontrol de la pandemia. Dejando de lado el hecho de que su tasa de mortalidad sea, por ahora, muy baja, siempre es recomendable actuar con rapidez y decisión para minimizar costos futuros, tanto en vidas como en recursos. Las políticas sanitarias firmes integran, junto con los antibióticos y las vacunas, la estrategia del progreso para vencer a esta enfermedad y a las que vendrán, para desmayo de los que aman al coronavirus y sus promesas de caos.
 

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