La Casa Rosada había puesto a Schiaretti y a su par santafesino, Omar Perotti, en una situación incómoda. Ambos son gobernadores de provincias con una fuerte impronta agropecuaria, en las que se tiene un pobre concepto del Estado nacional, de sus impuestos y de los servicios que brinda a los ciudadanos. También son distritos en donde la propiedad privada es un valor que se aprecia sustantivamente. Para agravar las cosas, tampoco habían sido consultados sobre la decisión presidencial, integrando la lista de los soslayados que encabeza, ignominiosamente, el ministro del área, Luis Basterra. Son estas las razones que explican el malestar causado por el proyecto de expropiación que, amén de mortificar a estos gobernadores, motivaron marchas de repudio con gran participación popular.
No es correcto suponer que las prevenciones sociales contra este proyecto sea una defensa simétrica de Vicentin o sus directivos. Nada de eso. Es probable que muchos de los manifestantes no supieran que la empresa tenía los problemas que padece, o que su deuda fuera multimillonaria en dólares. El móvil que lanzó a tantos a la calle fue, simplemente, el de poner límites a un gobierno cuyo pasado no lo ayuda. La defensa de la propiedad privada, el respeto a la Constitución o la prevención del autoritarismo fueron móviles explícitos de las protestas callejeras, cuya potencia hizo recular al jefe de Estado.
Quizá lo más interesante de esta historia sea el comprobar que Fernández, un hombre de vasta experiencia en asuntos públicos, no comprende exactamente que tipo de país le toca gobernar. Su presidencia es consecuencia de la abdicación de Cristina Fernández de encabezar la fórmula, precisamente porque ella no habría podido triunfar debido a su alto nivel de rechazo. Además, la oposición ya no es, como en otros tiempos, un conglomerado variopinto sin ninguna relevancia práctica. Mauricio Macri se las arregló para obtener el 40% de los votos y los legisladores de Juntos por el Cambio son muchos y dispuestos a plantar cara ante cualquier exceso. Asimismo, y a diferencia del añorado período al servicio de Néstor Kirchner, Alberto debe administrar las penurias que ya existían antes de la irrupción del coronavirus, lo que exige superlativos niveles de prudencia económica y política, antes superfluos.
Así las cosas -y aunque se tomen sus declaraciones con simpatía- es difícil acordar con sus supuestos. ¿En serio pensaba el presidente que la sociedad aplaudiría la estatización de una empresa vinculada al sector agropecuario, el único que no necesita en absoluto la ayuda del Estado? ¿Creería que Vicentin -o cualquier otra compañía en su situación- despertaría la mística patriotera de Aerolíneas Argentinas o de la nacionalización de las AFJP, ambas ejecutadas en 2008? Es una línea de pensamiento que, visto lo ocurrido con la eficiencia estatal en los últimos años, parece decididamente demodé.
No puede soslayarse, de igual modo, que buena parte de la sociedad ya le tiene picado el boleto a las aventuras empresariales del gobierno. Detrás de las diferentes “soberanías” o de la “recuperación” de tal o cual servicio se esconden déficits colosales e ineficiencias bizantinas que terminan pagándose con impuestos. Cada vez más contribuyentes entienden que debe ponerse límites a este subsidio popular hacia los disparates de los funcionarios, en consonancia con el hartazgo general hacia la carga impositiva vigente.
De cualquier manera, es una buena noticia que Fernández haya leído correctamente la coyuntura y confesado que “se equivocó” con este asunto. Significa que, a diferencia de lo que hubiera hecho su mentora, no está dispuesto a redoblar apuestas de éxito improbable, ni a granjearse la animadversión de sectores medios solo para demostrar que únicamente él es quien manda. También es posible entrever -no obstante que, en este punto, deba andarse con cautela- algún atisbo de rebeldía personal en contra del protectorado que ha tejido la vicepresidenta sobre su administración.
En este sentido, no deja de ser llamativo que el anuncio de dar marcha atrás con la expropiación haya coincidido con un tuit de Cristina festejando la humorada de uno de sus seguidores, el que atribuye a las mulitas (o, en la jerga del interior, a los peludos) el ensañamiento delictivo contra los silos bolsa. “Cristina me dijo que rompiera los silobolsas o me hacía escabeche”, explica uno de estos animalitos a través del meme kirchnerista. La ironía constituye un verdadero mensaje hacia un sector que sospecha que, detrás de la vandalización de sus cosechas, se esconde el brazo más intransigente del Frente de Todos.
Precisamente por esto, Córdoba y Santa Fe respiran aliviados. Ya no deben optar entre apoyar una decisión que no comparten o una vendetta por oponerse a ella. Además, tienen un nuevo motivo para renovar (aunque a plazos más cortos) la confianza originariamente depositada en Fernández. Todo hace suponer que la vicepresidenta no se olvida del traspié sufrido con la Resolución 125 ni de quienes la resistieron, por lo que cualquier debilitamiento del presidente daría pie a nuevas escaramuzas con el campo, el principal elector dentro de la pampa húmeda. Los peronistas más clásicos no pueden darse ese lujo.
El alivio de Schiaretti le permite concentrarse en lo que más desea hacer: terminar de flexibilizar una cuarentena que está ahogando a la actividad privada y desquiciando sus cuentas públicas. De haber continuado, las refriegas por Vicentin le hubiera costado tiempo y recursos, amén de poner en entredicho su fama de campeón en lo que a reivindicaciones agropecuarias respecta. Mejor ganar fama de liberalizador antes que polemizar con la Casa Rosada. Este último es un ejercicio que, a fuerza de repetirlo durante todas las gestiones K, le produce un comprensible fastidio.
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