A comienzos de año y luego del dramático 2020, el gobierno nacional imaginaba un escenario político favorable apoyado en dos grandes estrategias: el plan de vacunación y el rebote económico. Durante el primer semestre, ambos vectores parecieron naufragar sin remedio en más de una ocasión; esto, sin embargo, podría cambiar en las próximas semanas.
Las vacunas fueron un auténtico dolor de cabeza para los planes de la Casa Rosada. Debido a la improvisación, los prejuicios ideológicos y la apuesta por Rusia, la inoculación masiva demoró más de lo esperado. Todavía hoy apenas el 19% de la población tiene su esquema de inmunización completo. Además, el escándalo con Pfizer y el postrer DNU presidencial para liberar la importación de dosis desde los Estados Unidos (demorando al menos nueve meses esta posibilidad) generaron un fuerte daño sobre la ya deteriorada credibilidad de la administración de Alberto Fernández.
Las noticias económicas tampoco fueron mejores. Todos los indicadores parecían condenados a repetir la historia del año pasado. Sin noticias alentadoras respecto a la inflación, el nivel de consumo o la inversión privada, hacia comienzos de julio pasado al presidente no le sobraba nada en la materia. Prácticamente toda la oposición asumía que este sería su talón de Aquiles de cara a las PASO y las elecciones de medio término.
Pero agosto comenzó con noticias algo más esperanzadoras, al menos desde la perspectiva del Frente de Todos. Por primera vez, la pandemia muestra signos concretos de remisión. La curva de muertes y contagios viene cayendo sostenidamente desde el pico de junio. Esto significa que las casi 35 millones de dosis ya administrados comienzan a mostrar sus efectos. No sería descabellado suponer que, en algún momento todavía no precisado, Fernández anunciara la victoria sobre el coronavirus. Aunque pensar en semejante triunfalismo pudiera parecer desafortunado por estas horas no debe soslayarse que, efectivamente, las vacunas funcionan y que el mundo -con la Argentina incluida- va camino a negarle letalidad al Covid-19.
También la economía regala ciertas sonrisas. Algunos analistas sostienen que esta se encuentra atravesando, posiblemente, su mejor momento desde que Fernández asumió la presidencia, con todo lo relativo que la observación pudiera suponer. La inflación de julio sería la menor del año, los salarios evidencian señales de recuperación y la reapertura de las distintas actividades gracias a las mejoras en los indicadores sanitarios impulsa una tímida reactivación, especialmente en sectores como la industria y la construcción. Hasta Cristina Fernández da muestras de una racionalidad antes desconocida: hace poco autorizó públicamente a Martín Guzmán a utilizar los DEG (Derechos Especiales de Giro) del FMI -unos 4 mil millones de dólares recientemente concedidos al país- para cancelar intereses y evitar caer en default con el organismo.
Ambos fenómenos permiten al gobierno encarar la campaña electoral en ciernes con una nueva perspectiva y aun asumiendo que, como es evidente, quedan muchas deudas por saldar. Incluso en materia de tensiones las luchas intestinas dentro del oficialismo han amainado de forma notoria. Fernández está asumiendo progresivamente la responsabilidad de las PASO y mostrándose en el centro de la escena, como corresponde a cualquier presidente argentino que se precie de tal. No importa demasiado que esta pax interna sea, a final de cuentas, un presente griego de su vice para trasladarle una eventual derrota en las urnas; por ahora, el artificio de la unidad resulta funcional a los compromisos políticos por afrontar.
¿Habilita esto a suponer que Fernández tiene una chance cierta para relanzar su gestión hacia fin de año y que, con tal cosa, prorrogar la supervivencia del kirchnerismo en el poder? Es, por cierto, una posibilidad. Y no precisamente porque los electores vayan a premiar su pericia, sino porque la vara se encuentra baja, muy baja, especialmente en lo que hace a la economía. Solo con frenar la destrucción de empleos y aminorar la marcha de la inflación muchos ya se dan por satisfechos, pese a que estas aspiraciones no tengan nada de hercúleas.
No debe descartarse, por consiguiente, una campaña atravesada por el latiguillo presidencial sobre que “se los dije” y por el hecho de que, aunque se lo ridiculizara constantemente, Fernández siempre supo que hacer frente a las diferentes crisis que mortifican al país. Va de suyo que, de realmente suceder de tal modo, sería un argumento de una probanza quimérica, pero en política siempre es mejor tomar la iniciativa que esperar los sablazos ajenos sin defensa alguna. Alberto tiene ahora una chance que le era negada hasta no hace tanto.
De todas manera no hay mucho por festejar. El ministro Martín Guzmán todavía debe explicar si lo que se está viendo por estos días es crecimiento genuino o, apenas, el denominado “rebote del gato muerto”. Esta es una imagen utilizada por los economistas para graficar al comportamiento en el que los mercados, tras un deterioro importante, experimentan una subida en un determinado momento de tiempo. No obstante, este incremento se hace de una forma poco sostenible y, por lo tanto, las caídas se suceden de nuevo. No es necesario aclarar que, en este punto, los que prefieren la analogía del gato inerte son lo que cuentan con la carta ganadora.
No es preciso abundar mucho sobre el particular. Dejando de lado la pandemia que, como hemos sostenido siempre desde esta columna, tiene fecha de vencimiento, la economía criolla presenta inconsistencias que requieren un abordaje profundo. Sin una solución al crónico déficit fiscal, una genuina apertura al mundo y una reforma completa al sistema impositivo difícilmente el país pueda crecer sostenidamente al menos por diez años y salir de su actual situación de estanflación. Tampoco puede soslayarse factores que, aunque colaterales, contribuyen decisivamente al desempeño económico. En este sentido, la crisis de la educación pública, exacerbada durante la imaginada virtualidad, mostrará sus uñas en el mediano plazo, del mismo modo en que actualmente lo hace, como es público notorio, la pérdida de la cultura del trabajo en vastos sectores de la población, adocenados por tres lustros de planes sociales repartidos sin ton ni son con la excusa del hambre que, contradictoriamente, no hace más que perpetuarse al batir de los tambores de la justicia social.
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