Hace aproximadamente un año, los titulares anunciaban los avances de la robótica en la medicina argentina con la llegada de Da Vinci Xi, el primer robot que prometía cirugías más precisas y con menor riesgo de infección. Los cambios experimentados en el campo de la medicina son vertiginosos y van haciendo mutar el vínculo médico-paciente.
En 2009, Pedro Cahn publicaba su libro titulado ¿Por qué ser médico hoy?, donde reunía voces de diferentes personalidades destacadas en el ámbito de la medicina, obligándonos a instalar una pregunta necesaria en un área donde ciencia y humanismo parecen estar en tensión con las demandas del mercado.
A la par de las innovaciones, en el interior de nuestro país, aparecen médicos que arrastran algo de la figura de los antiguos médicos rurales: otros tiempos, otra mirada, otro paradigma.
Un caso muy especial es el doctor Mario Luis Galetto, médico pediatra de la ciudad de Oncativo, en Córdoba. Cuarenta y cinco años de ejercicio en su profesión y, todos los días, mañana y tarde atiende a cientos de niños. A veces, deja su consultorio pasadas las 23.
Los padres que hoy aguardan en la sala de espera fueron, tiempo atrás, sus pacientes. Esa espera arrastra otras tantas de su infancia. La escena es la misma, como si el tiempo se hubiese detenido en ese recinto donde sosegar sus miedos.
Trabajar y estudiar
Luis estudió medicina en los años setenta. Se recibió en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) en 1979. En el camino, pasaron varias cosas: conoció a su esposa, Raquel, y tuvo tres hijos. Las demandas cotidianas no lo detuvieron. “Siempre trabajé mientras estudiaba. Era bastante orgulloso y no quería que mi padre sostuviera mis estudios”. La parte social, el deseo de ayudar a otros se imponía con fuerza y lo hacía transitar hacia su meta. “A mí me gustaba la clínica, el contacto con la gente, con el paciente. Fue un profesor, que siempre hablaba de las bondades de trabajar con niños, lo que me llevó a elegir la pediatría”.
Al principio, cuando terminó su especialidad, trabajó en un servicio de pediatría y neonatología que un amigo había inaugurado en una clínica de Villa María. Se trasladó dos años allí con su familia y viajaba a diario a Córdoba para completar su residencia. Poco antes de terminarla, desde la misma clínica, la encargada le otorgó una licencia por seis meses, sin que él la pidiese: “Casi no dormía, estudiaba, viajaba todos los días a las cuatro de la mañana, hacía guardias, tenía a mi familia… Debe ser el único caso que conozco en que le dan una licencia a un residente”.
Después de esos dos años en Villa María, se radicó de nuevo en Oncativo y comenzó a atender mediodía en la clínica Fortuna y mediodía en su consultorio. El ritmo era vertiginoso. Brindis navideños interrumpidos, cenas familiares truncas, desvelos. Finalmente, se instaló en su actual consultorio dónde, al principio, también tenía su casa. Su secretaria, Marisa, trabaja a su lado desde el año 1985. Actualmente, Nancy la acompaña en su tarea. Ellas son, más que sus secretarias, una pieza indispensable en el engranaje.
Acompañar
Cuando deriva a algún paciente, lo acompaña con llamados diarios, charlas con los profesionales que lo asisten y con sus padres. No descansa hasta saber que ese niño o niña ha tenido una evolución favorable.
Antes, al principio, hacía domicilios. Su memoria se desdibuja ante tantos niños que pasaron por sus manos: “recuerdo algunas anécdotas graciosas y otras desafortunadas. Por suerte son menos, muchas menos, las dolorosas (...) La medicina también tiene un lado oscuro”.
Durante 35 años formó parte del Comité de Medicina ambulatoria, de la Sociedad Argentina de Pediatría. “Una vez por semana, con otros colegas, dábamos charlas a los residentes en hospitales, fundamentalmente de Córdoba. Hace dos años renuncié. Hay cosas que empecé a dejar”. Lo dice sin nostalgia, con la mirada de quién sabe que hay un momento para cada cosa.
Podría describírselo como un hombre calmo, empático y humilde. No es paternalista, escucha y tiene la capacidad de “ponerse en los zapatos” de quien tiene al frente.
Su consultorio es pequeño, y cálido. El típico consultorio pediátrico ornado por algún dibujo infantil, el metro sobre la pared, la balanza y miles (demasiadas) fotos que le regalan sus pacientes. Niños que hoy son adolescentes o adultos. Algunas superpuestas, otras pegadas sobre el calefactor “ya no sé dónde ponerlas”, confiesa con una sonrisa.
Cada día se lo ve llegar a su consultorio con un pequeño bolso de mano y andar pausado, el esbozo de una sonrisa en el rostro, el gesto amable, como si en ese sencillo acto de entrar a escena y “ponerse el guardapolvo”, parafraseando a Cortázar, en esa tarea de “ablandar el ladrillo” se jugase la vida.
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