Guzmán no tenía ninguna experiencia en la gestión pública ni en el manejo práctico de la economía; sin embargo, su cercanía a Joseph Stiglitz -el único economista extranjero que seduce a la vicepresidenta- y su especialización en temas de deuda lo pusieron al frente del palacio de Hacienda por algo más de dos años, un récord paradójico en un gobierno kirchnerista.
El problema, como todo lo que ocurre en la actual gestión, fue que el supuesto de su designación estuvo equivocado desde el principio. La deuda externa no es el principal problema de la Argentina. Muchos de los principales países desarrollados deben más de un PBI sin que esto les afecte especialmente ni se encarezca su financiamiento. El ahora exministro tuvo un encargo importante, pero que de ninguna manera justificaba su nombramiento al frente de una cartera clave.
Como era de esperarse, sus afanes en Economía fueron poco menos que mediocres. Le llevó más de seis meses reestructurar la deuda en manos de acreedores privados y algo más de dos años en hacer lo propio con el Fondo Monetario Internacional, tiempos más que discretos para asuntos que, en teoría, constituían la clave de bóveda del desasosiego nacional. En lo demás, poco o nada pudo hacer: la libanización de su ministerio hizo que aún las decisiones más urgentes, por caso, la revisión de las tarifas energéticas, fuera una tarea imposible. El extremo llegó al ridículo de que Guzmán no pudiera siquiera echar a su aparente subordinado Federico Basualdo, el subsecretario de energía eléctrica puesto allí por La Cámpora.
Con estos antecedentes, resulta un tanto inexplicable que el mundo de los negocios haya poco menos que implorado por la continuidad del grisáceo funcionario ante el presidente en los últimos meses. Está claro que, más que un respaldo a un misterioso programa económico, lo que se pretendía era que no se reemplazara al malo conocido por otro peor, tal como dicta la regla sucesoria dentro del oficialismo.
No obstante, todo tiene un límite, en este caso, la paciencia de Guzmán. A despecho de sus limitaciones, hacía tiempo que venía soportando los embates de Cristina, quien no le perdonaba su “claudicación” ante el FMI ni que, en su particular visión sobre la realidad, le hubiera mentido sobre temas económicos en los que ella se siente particularmente calificada. Si bien estoicismo nunca le faltó -debe reconocerse en el exministro un particular sentido de la resistencia- la gota que colmó el vaso fueron las permanentes indefiniciones presidenciales respecto a su continuidad.
Nominalmente, buena parte del futuro de Alberto en la Casa Rosada dependía de mantener al académico de Columbia al frente de su cartera. No tanto por sus aciertos, que los hubo pocos, sino porque era una pieza clave en la pelea por el poder planteada por su vice. Muchos aventuraban que la continuidad de Guzmán era clave para mantener las chances del presidente para evitar el manotazo final a su gestión, una conjetura que, aparentemente, el propio Fernández había hecho suya.
Pero sus convicciones, como se sabe, duran un suspiro. Ante alguna embestida final de la que, por ahora, no se sabe demasiado, Guzmán optó por partir el sábado, en el preciso momento en que Cristina daba cátedra en la ciudad de Ensenada sobre el general Perón. Solo un débil ruego de Fernández intentó revertir la decisión, sin éxito. Desde aquel momento lo que queda del gobierno se sumió en una serie de vertiginosas y desesperanzadas consultas sobre quien podría ocupar un ministerio tan relevante como peligroso.
El presidente recurrió a su último aliado con algún peso propio, Sergio Massa. El titular de la cámara de Diputados nunca ocultó sus ambiciones de transformarse en el gran timonel del un barco a la deriva. Se imagina como un Duhalde salvador bajo el paraguas de un presidente lo suficientemente débil como para suscribir mansamente sus directivas. Pero Fernández continuó dudando ayer lo necesario como para esperar alguna señal de Cristina y convencerse de que ella no pondría reparos a quien decidiese encomendar el Ministerio. Como ocurre desde diciembre de 2019, la vice mantiene intacto su poder de veto.
Cristina, Alberto y Massa están metidos con el agua al cuello en un debate singular. Los tres tienen visiones muy diferentes sobre lo que debe hacerse con la economía. Si pudiera, Massa llevaría adelante un ajuste del tipo ortodoxo, mientras que ella postularía exactamente lo contrario. El presidente, como es habitual, respaldaría a quienquiera se impusiese en esta dialéctica.
¿Es posible pensar que le queda margen al Frente de Todos para profundizar las recetas económicas que claramente lo han llevado al borde del abismo? Todo hace suponer que así es. La semana pasada el ministro de desarrollo social bonaerense, Andrés “Cuervo” Larroque, sostuvo que el tiempo de la moderación “ya había pasado” y que Cristina era la única que podía generar esperanza. Dejando de lado que cosa podría ser la moderación que Larroque censura en el gobierno -convéngase que no hay nada más alejado que este atributo en la actual gestión- lo cierto es que existe todo un programa detrás de las palabras del camporista. Y este no consistiría en otra cosa que continuar con los subsidios a las tarifas, mayores regulaciones sobre el sector privado (incluyendo más restricciones estalinistas sobre el dólar) y profundizar la emisión monetaria para continuar financiando las aspiraciones populistas del kirchnerismo.
Es obvio que esto, de ser aceptado por Fernández, llevaría al país a un callejón sin salida. No hay más margen para continuar ensayando con lo que ya hubo de fracasar ostensiblemente. Guzmán fue la última aspiración a mantener lo que ya existía con retoques de cierta racionalidad. Sin él, no caben más que dos posibilidades: algo de ortodoxia o mucho de descontrol. Ambos escenarios tienen riesgos. El primero, ralentizar una economía con incipientes atisbos de reactivación; el segundo, dirigir el rumbo hacia los peñascos de una inflación de tres dígitos, una posibilidad de evocaciones siniestras.
Han pasado ya los años en que un presidente no demoraba más de algunas horas de anunciar los reemplazos ministeriales que fueran necesarios. Hasta Fernando de la Rúa pudo hacerlo. No es el caso de Fernández. Aun con el riesgo de colapso a la vuelta de la esquina, sus márgenes de decisión son absolutamente acotados, una anomalía en un régimen presidencialista. Es obvio que, incluso en una situación de ahogo tan desesperante, el presidente no se atreve a terminar de cortar el vínculo tóxico con su mentora e intentar alguna vía de escape del cenagal en el que se encuentra empantanado. Gobernadores e intendentes, sus imaginados aliados tácticos, hacen mutis por el foro en la coyuntura. Nadie irá al rescate de quien no termina de decidir si desea ser ayudado o hundido para siempre.
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