Desapasionadamente, el proyecto oficial no parece un desvarío. Los seis ejes que lo integran son razonables y, hasta cierto punto, ya venían siendo analizados por la gestión de Mauricio Macri. De hecho, el sexto punto (fortalecimiento de la Justicia federal en el interior del país) recoge una iniciativa presentada por senadores de Cambiemos en el marco del programa Justicia 2020 anunciado por el anterior gobierno. El punto más controversial sería el aumento de los miembros de la Corte Suprema pero, por ahora, no existe un anuncio formal al respecto.
Esto podría augurar algún debate civilizado, pero es altamente probable que esto no ocurra. La oposición pondrá el ojo en la gran cantidad de magistrados que la nueva ley permitiría nombrar al gobierno, con las consiguientes sospechas y dejando de lado otros aspectos más objetivos.
Las impugnaciones serán, forzosamente, del tipo ad hominem, es decir, sobre quienes impulsan los cambios en la justicia y no estrictamente sobre el contenido del proyecto. Es decir que, para buena parte de la opinión pública, el problema no será la reforma sino los reformadores.
Puede que sea injusto, pero el kirchnerismo no puede pretextar inocencia por despertar suspicacias. Muchos de sus cuadros no creen en la división de poderes, el pensador preferido por Cristina Kirchner es un teórico del populismo como Ernesto Laclau (muy lejos del liberalismo político) y, en reiteradas ocasiones, la actual vicepresidenta manifestó sus deseos de “ir por todo”, con todo lo que la expresión connota. A estos antecedentes deben sumarse la cantidad de procesamientos y acusaciones penales que penden sobre importantes dirigentes, Cristina incluida. Es natural suponer que los que están en la mira de la Justicia intenten zafar con la excusa de mejorarla.
Es natural que la oposición razone a la defensiva y que acentúen las diferencias en lugar de explorar esferas de colaboración. A juzgar por las recientes declaraciones de muchos de sus líderes, pareciera no molestar tanto la letra como la oportunidad de llevar adelante un proyecto de esta magnitud. Esto, al menos, por dos razones: la primera, es que le tocará a Cristina, con sus múltiples procesamientos a cuesta, operar la ley en el Congreso a través de legisladores afectos. Prácticamente todos los que integran el Bloque del Frente de Todos creen que ella es víctima de una conspiración judicial y que deben salvarla, a lo que de lugar, de la acción de jueces corruptos o fiscales de gatillo fácil. Esto, se interpreta, es un presagio ominoso.
La segunda razón es la pandemia. Es una situación inédita que viene requiriendo remedios excepcionales a la población y a los gobernantes. La Casa Rosada ya metió la pata en grande con la idea de estatizar Vicentin, apostando a que sus detractores estarían adormilados por la cuarentena. Lejos de ello, el episodio se transformó en una sonora derrota, por la simple razón de que a nadie le gusta que, en medio de una crisis como la actual, se introduzca un peligroso Caballo de Troya completamente ajeno a las urgencias del momento. No es un argumento para soslayar.
Córdoba, por supuesto, no será ajena al debate en ciernes. Se descuenta que buena parte de su población se opondrá vehementemente al proyecto oficialista, dada la ojeriza mediterránea con todo lo que provenga del kirchnerismo. Para colmo, y pese a los laureles que exhibe “La Docta” en el mundo académico y del derecho, el Fernández ha optado por no convocar a ningún notable de estas latitudes a la comisión de 11 expertos que habrán de asesorarlo para analizar cambios en el funcionamiento de la Corte Suprema. En una entrevista concedida al matutino La Voz del Interior, el vocal del Tribunal Superior de Justicia, Luis Rubio, se quejó abiertamente por esta exclusión. “Me llama mucho la atención que no haya ningún cordobés, ya que el Poder Judicial de Córdoba, en muchos aspectos, es un ejemplo a tomar a nivel nacional”. Rubio expresa otra de las formas de distanciamiento social que separa al distrito del presidente y de su entorno político.
Estos factores son cuidadosamente analizados por Juan Schiaretti y su espada en el Congreso, el riocuartense Carlos Gutiérrez. El recuerdo de Vicentin está todavía fresco, y más presente aún el riesgo de que, llegado el momento, los votos de sus diputados nacionales podrían terciar en este nuevo asunto.
No sorprende, por lo tanto, que ambos estén analizando las implicaciones de apoyar o rechazar la iniciativa, especialmente cuando se trata de contener a los propios votantes del gobernador que -otra curiosidad autóctona- votan al peronismo en la provincia pero también lo hacen al macrismo en las nacionales. Por ahora, la instrucción desde el Panal es no hablar. La excusa para el silencio es conocer en profundidad la iniciativa pero, en realidad, se trata de ganar tiempo para observar hacia dónde se inclinan las pasiones y hasta qué punto el discurso que asocia la reforma judicial con la impunidad gana o pierde terreno en la sociedad.
Es un poco la estrategia seguida con Vicentin, pero con una gran diferencia: de continuar con la idea de estatizarla, el campo hubiera exigido una posición clara. Previendo aquel escenario, Gutiérrez ya había afirmado ante la Sociedad Rural de Jesús María que no harían nada que perjudicase al sector, una expresión que, aunque críptica, calmó las aguas. La posterior desactivación de la expropiación tornó abstractas ulteriores consideraciones.
De cualquier manera, la experiencia vivida con el episodio de la cerealera es un fantasma que no puede exorcizarse fácilmente. Si el gobierno insiste con sus planes, en algún momento Schiaretti deberá blanquear su posición. Llegado a tal punto, el gobernador tendrá que volver a ejercer de equilibrista entre la opinión pública y la necesidad de fondos que atenaza a su administración. Este es un síntoma de que, a pesar de su indudable poder local, no deja de pertenecer a un grupo de riesgo político.
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