El trabajo abunda en consideraciones que desvelan a los empresarios argentinos. Por ejemplo, que las exportaciones son víctimas de la recesión (contrariamente a lo que podría suponerse), que las inversiones y el empleo siguen en picada, que los precios solo están contenidos por la recesión, que los costos salariales continúan aumentando y que la cadena de pagos pende de un hilo. Nada que no pudiera adivinarse antes de la publicación, pero que siempre resulta importante corroborarlo científicamente.
Los ejecutivos consideran que la actual es una situación muy similar a la de 2001. Todas las variables parecen apoyar esa presunción. La caída del PBI este año será muy fuerte, la pobreza perforará el 50% y la inflación, que en aquel annus horribilis no existía, contribuirá a deprimir los ingresos reales de los argentinos más de lo que estaban a comienzos de la pandemia.
Pero hay un dato que soslayan: en 2001 el Estado todavía no subsidiaba las tarifas de los servicios públicos, no existía la Asignación Universal por Hijo, no perdía plata con Aerolíneas Argentinas ni con otras empresas posteriormente estatizadas y la presión impositiva representaba el 26% del PBI.
Es decir, en aquel entonces el Estado podía (y, de hecho, lo hizo ampliamente) desplegar un amplio abanico de políticas anticíclicas que, conforme se avanzó con la devaluación y pesificación asimétricas, le resultó cada vez más sencillo implementarlas. El boom de las commodities, verificado apenas dos años después del colapso, logró que la Nación, antes quebrada, contará en adelante con abundantes recursos para hacer lo que se le antojase, populismo inclusive.
Esto ya no existe más. Casi veinte años después todos los subsidios que podrían imaginarse ya han sido dados, los planes sociales se amontonan sin distingo de jurisdicciones y el Estado se encuentra otra vez en la lona financiera, pese a que la presión tributaria es récord (43% del PBI). El panorama se completa con un cuasi default en marcha y con un escenario internacional que, mediado por la pandemia, se encuentra lejos de traer el pan bajo el brazo.
Las comparaciones con el pasado y el actual contexto explican porqué el pesimismo se ha vuelto endémico entre quienes deberían estar abocados a producir riqueza y trabajo. Excepto la posibilidad de una vacuna contra el Covid-19 (que podría materializarse en breve) no hay nada en el corto y mediano plazo que haga las veces de tabla de salvación para los escasísimos optimistas que aún quedan en el mundo corporativo.
¿Qué sugieren los ejecutivos para salir del atolladero? Exactamente aquello que el gobierno parece dispuesto a ignorar. Por ejemplo, reclaman “cambios en las condiciones de contratación e incentivos fiscales” para mantener y generar empleo, algo que en la Casa Rosada ni siquiera se encuentra en los planes. Respecto al teletrabajo, valorado positivamente en el marco del aislamiento, la administración del Frente de Todos se inclina por complicarlo: el Congreso se apresta a sancionar una ley que agregaría, con el pretexto de regularlo, más costos a empresas que ya están al borde del nocaut.
Finalmente, se reclama estabilidad institucional como el “principal factor en la atracción de inversiones”. Esta es una exigencia que resulta inmanente a los gobiernos kirchneristas. Ni Néstor ni Cristina consideraron nunca este asunto y, por lo visto, tampoco Alberto Fernández tiene debilidad por él. Desde 2003 el país se ha vuelto en un asesino serial de la previsibilidad, especialmente en el ámbito de las instituciones; nada sugiere que los próximos años alguien trabaje consistentemente para enmendar esta grave falencia nacional.
Cuesta creerlo, pero incluso en lo peor de la crisis que precipitó la caída de Fernando de la Rúa, las instituciones de la República funcionaron mejor de lo que lo están haciendo ahora. Aunque muchos creyeron ver en la sucesión de cinco presidentes en apenas una semana un auténtico sainete, el Congreso, en realidad, se atuvo puntillosamente a la Constitución hasta dar con el presidente adecuado. Investido por aquella legitimidad, Eduardo Duhalde tuvo la oportunidad de llevar adelante un programa que, hasta entonces, había sido considerado anatema.
Esto no ocurre hoy. Presionado por el kirchnerismo, Fernández intentó estatizar la cerealera Vicentin y, en los últimos días, existen versiones similares sobre la suerte de Edesur. Las relaciones con su vicepresidenta son un foco de tensión permanente y la ley de reforma de la justicia que impulsa el gobierno se encuentra orientada subordinar al Poder Judicial a los designios del Ejecutivo antes que a garantizarle mayor independencia y más celeridad en sus servicios.
Y, por supuesto, las demandas de estabilidad también apuntan a las reglas de juego de la economía. Existen restricciones cambiarias de corte medieval, impuestos por doquier, múltiples regulaciones que asfixian a los emprendedores y un Estado con vocación intervencionista, que desalienta a propios y extraños. No es menor, asimismo, el hecho que un gremio, en este caso el de camioneros, se dedique a extorsionar a una compañía como Mercado Libre por la afiliación de sus empleados y sin que estos le hubieran solicitado a los Moyano algún tipo de intercesión. Peor aún es que ningún funcionario haya salido a condenar, no ya a impedir, este tipo de bloqueos ilegales en contra de la libertad.
Este contagio en las expectativas preocupa mucho. Para el coronavirus habrá vacunas; para el pesimismo no. Para combatirlo, al igual que las medidas de prevención que se postulan en la publicidad oficial contra la pandemia, habrá que cambiar hábitos, especialmente entre los gobernantes.
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