Esta realidad pega fuerte en la estrategia del gobierno nacional y de su comité de expertos ya que, en un inicio, se pensaba que el pico de ambas curvas (muertes y contagios) se habría alcanzado a más tardar en julio y que, a partir de tal momento, podía comenzarse la flexibilización de la vida social y de las actividades económicas.
Lamentablemente nada de esto ha sucedido. Ya no se habla de ningún tipo de pico y la respuesta de la Casa Rosada consiste en solo en dar largas al asunto. El viernes pasado, por caso, el presidente anunció lo que ya todo el mundo descontaba: la continuidad de la cuarentena hasta el 20 de septiembre. Para enfatizar la sensación de rutina, ni siquiera se molestó en televisar la decisión. Apenas un video prolijamente editado y publicado en redes sociales.
La aparente contradicción entre cuarentena interminable y casos en aumento opera como un baldazo de agua fría en todos aquellos que habían supuesto una relación proporcionalmente inversa entre ambas variables. Los más afectados son, entre otros, los gobernadores, que deben administrar el aislamiento – distanciamiento social en sus distritos de la mejor manera que puedan.
Esta no es una tarea fácil. Hay un hartazgo evidente por este orden de cosas, un cansancio que se acentúa al comprobar que el sacrificio de 160 días de confinamiento no ha servido de mucho. En semejante contexto, cualquier retorno de fase es manejado con la punta de los dedos. La población está dispuesta resistir nuevos cierres de actividades que ya habían sido flexibilizadas, jaqueada como se encuentra por la crisis económica generada por la situación.
Hay tantas respuestas a este dilema como provincias existen. Algunas, como Jujuy y Mendoza -otrora consideradas paladines de la flexibilización- han decidido volver atrás ante las tensiones aparecidas sobre sus sistemas sanitarios en tanto que otras, como lo es el caso de Buenos Aires, se mantienen nominalmente firmes a las grandes prescripciones del aislamiento. Chaco es un caso aparte, con grandes y prematuras infecciones que no han cesado de reproducirse, en tanto que Río Negro oscila entre la Fase 1 y la liberalización prácticamente cada 15 días.
En este escenario, Córdoba parece haber tomado una tercera posición, si se permite la analogía justicialista. Pese a que los casos y fallecimientos por COVID-19 también aquí se han acelerado en las últimas semanas, el COE local se ha cuidado especialmente de anunciar medidas drásticas. El sintagma “retorno de fase” parece proscripto en el lenguaje utilizado por el distrito.
Esto tiene una explicación estructural. A diferencia de otras jurisdicciones, Córdoba tiene una actividad privada muy extendida y de la que el Estado provincial depende en lo que refiere a recaudación impositiva. Además, la relación entre empleados públicos sobre el total de su población es la menor del país lo cual implica que el cierre, temporal o definitivo, de una fuente de trabajo genera, proporcionalmente, mayor impacto social que en otras latitudes.
Ya en mayo fue posible advertir inquietudes en buena parte del espectro comercial, especialmente en la ciudad de Córdoba, y el COE pudo comprobar de primera mano el animus bellis que imperaba en el sector. Bastó que se anunciara el regreso a Fase 1 por un caso aparecido en inmediaciones del Mercado Norte para que un grupo de comerciantes se rebelara contra la disposición. Veinticuatro horas después las autoridades daban marcha atrás con las restricciones. Nunca lo intentaron nuevamente en las inmediaciones del casco histórico.
Desde entonces, el COE ha llevado adelante una prolija estrategia de dos puntas. La primera, flexibilizar actividades en forma constante; la segunda, asumir una ofensiva “foquista” frente a la aparición de brotes agudos de la enfermedad.
La flexibilización se nota. La vida en la capital es prácticamente normal excepto por la ausencia de clases, de espectáculos públicos y de las nominales restricciones a las reuniones privadas. Incluso los gimnasios (al menos, los que han sobrevivido) han regresado al trabajo. Esta constatación puede homologarse al resto de las localidades de la provincia y, de hecho, las sucesivas liberalizaciones no han impactado severamente en el sistema de salud provincial.
Esto es una consecuencia del mencionado foquismo sanitario. El COE lo estrenó con Villa Dolores y lo replicó posteriormente en Marcos Juárez, Oliva y en numerosos barrios de la ciudad Córdoba, entre otros lugares y generalmente con buenos resultados epidemiológicos. Este abordaje ha permitido que la provincia tenga lugares puntuales con ASPO pero con la mayor parte de su territorio bajo el trazo grueso del retorno a la normalidad económica.
No obstante las particularidades de este modelo, el gobernador se ha contenido para divulgarlo como caso de éxito nacional. El tema es sensible y, hasta que no haya una vacuna disponible, los resultados serán siempre provisionales. También mueve a la prudencia el infortunado caso Solange Musse, que puso en evidencia que incluso el razonable manejo de la crisis realizado hasta ahora puede tener fisuras humanitarias de graves consecuencias. No obstante, resulta bastante llamativo que una jurisdicción como Córdoba, grande y cosmopolita, haya reaccionado con tanta mesura ante las recientes cifras de contagios y muertes y que haya mantenido prácticamente sin variaciones sus grandes líneas de acción frente a la pandemia.
Esto contrasta vivamente con el clima instalado desde la Casa Rosada pero, a decir verdad, el propio Alberto Fernández también hubo de reconocer la estrategia cordobesa un par de semanas atrás. No es seguro que el presidente se anime, en un futuro próximo, a establecerla como norma de referencia para el resto del país, pero será, sin dudas, un experimento válido que deberá ser tenido en cuenta para el retorno a la normalidad, especialmente cuando ómnibus y aviones comiencen a surcar, tarde o temprano, la geografía nacional.
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