Veamos la situación general. Excepto las dos primeras semanas de marzo de 2020, el año pasado no hubo clases presenciales en toda la argentina. Ni en las grandes ciudades (con indudables contagios) ni en poblaciones pequeñas, muchas de las cuales no los tuvieron sino hasta varios meses después de haberse decretado la cuarentena.
Es indudable que la educación sufrió mucho por el confinamiento. Las clases virtuales fueron relativamente exitosas en colegios y estudiantes con recursos para adaptarse a la nueva realidad y mucho más frustrantes para aquellos que no contaron con los medios suficientes. Resulta fácil imaginarse el porqué. En ambos extremos de la relación pedagógica hizo falta tecnología, conectividad y vocación por enseñar y aprender allende las dificultades. Esto significa dinero y convicciones, insumos que no siempre abundan en nuestro tejido social.
Como ocurre a menudo, las instituciones y familias de clase media y media alta se defendieron mejor frente al nuevo contexto. El resto hizo lo que pudo que, frecuentemente, no fue bastante. Forzada por la pandemia, la educación profundizó las desigualdades existentes antes que ayudar a desmantelarlas.
Esto significa que los pobres se quedaron con las promesas de la virtualidad pero no con sus realidades, lo cual es una tragedia sin atenuantes. Hay cálculos que cifran en más de 300.000 los alumnos que, literalmente, desaparecieron del sistema educativo. Otros estiman esta secuela en un millón y medio. Si se considera que la mayoría de estos desertores son quienes más necesitan de la escuela, la conclusión es que el Covid-19 se ensañó especialmente con el futuro antes que con el presente del país.
El diagnóstico es suficientemente intuitivo, amén de las estadísticas, como para que todo el mundo coincida en que hay que regresar a las aulas lo antes posible. Hasta el gobierno nacional, que tantas veces negó a Horacio Rodríguez Larreta las autorizaciones necesarias a finales del año pasado, avala oficialmente el retorno en marzo. La mayoría de las provincias coinciden en este propósito.
Sin embargo, no existe todavía un calendario tentativo que arroje certezas a estudiantes y familias. La razón es muy simple: hay sindicatos de docentes estatales que se oponen, especialmente en la Ciudad y en la provincia de Buenos Aires. Los argumentos son previsibles y se encuentran fundados en el temor a los contagios entre maestros y profesores.
La aprensión sería comprensible si esta fuera homologable a cualquier trabajador, pero esto no se sostiene. En la actualidad la mayoría de las actividades económicas han vuelto a funcionar, incluso algunas que, como los gimnasios, se consideraban especialmente críticas. Las autoridades exigen el cumplimiento de protocolos específicos para autorizarlas y, en general, debe decirse que los infecciones en ambientes laborales son bastante bajas.
La constatación, no obstante, parece no convencer a los siempre beligerantes dirigentes sindicales. En épocas normales son los primeros en extorsionar a los gobernantes con exigencias salariales en las semanas previas al inicio del año escolar y, ahora, con prevenciones sanitarias que, por ejemplo, nunca tuvieron los dependientes de supermercados o de empresas manufactureras.
Aunque son cada vez más las familias que abandonan la escuela pública ante su declinante performance, los diferentes Ministerios de Educación se encuentran sujetos al veto de los trabajadores del sistema estatal y no prestan mayor atención los deseos de los educadores y directivos del sector privado que, en general, pretenden relanzar la presencialidad tan pronto se les permita hacerlo. Ellos son siempre actores de reparto en este drama nacional.
Pero puede que la tradicional inercia gubernamental tenga, esta vez, un límite preciso. Son cada vez más los padres e incluso los alumnos que reclaman la reapertura de las escuelas ante el temor de hacer frente a otro año perdido. Es altamente probable que haya mucha gente de escasos recursos entre quienes lo demandan con mayor énfasis. El solo revivir las escenas de anomia en los hogares o de tiempos negados al aprendizaje produce lógicas rebeldías entre las víctimas de esta clausura.
¿Es impensable el regreso a las aulas con protocolos adecuados? No parece que así fuera. Requeriría, claro está, un esfuerzo adicional a los participantes en las diferentes comunidades educativas, pero este no sería muy diferente al que se realiza, cotidianamente, en múltiples actividades económicas. De hecho y durante la primera ola de contagios, muchos países cerraron las escuelas solo durante breves períodos de tiempo y sin que esto agravara sus problemas sanitarios. Los expertos coinciden en que las aulas no son un ámbito de especial dramatismo pandémico. La promesa de las vacunas, asimismo, está a la vuelta de la esquina y los educadores serán de los primeros en recibirlas.
Todo queda circunscripto, entonces, a lo que decidan los dirigentes gremiales. Siempre podrán exagerar los riesgos a los que sus bases se encuentran expuestas y estarían en su derecho a amplificar cualquier tipo de amenaza, real o imaginaria, pero les será cada vez más difícil exigir consideraciones especiales cuando la gran mayoría de los argentinos enfrenta los riesgos del Covid-19 con una mezcla de estoicismo y medidas de bioseguridad.
Resta esperar la posición oficial de Alberto Fernández ante una radicalización sindical frente a la presencialidad. De aquella podrán extraerse conclusiones importantes. Si el presidente opta por la neutralidad quedará expuesta su visión sobre el futuro: un país clientelar, cada vez más pobre y con una educación deficiente; en cambio, si decide dar batalla, significará que muchas de las señales que se actualmente se perciben forman parte del desconcierto que es inmanente a su administración y no un plan deliberado por llenar a la argentina de mendicantes de la caridad del Estado.
La educación es la causa de la riqueza de las naciones; todo lo demás son tonterías. Las estadísticas señalan que, del total de días de clases perdidos en todo el mundo, el 86% se verificó en países en vías de desarrollo, mientras en los países avanzados fue de apenas el 16 por ciento. Basta contrastar estas cifras con la noticia de que en Santa Cruz, la provincia en donde nació el kirchnerismo, los alumnos que egresaron del secundario fueron solo 2 años y 3 meses a la escuela culpa de los paros docentes y la pandemia. No hace falta agregar mucho más.
Volver o no a clases. Hamlet diría que esa es la cuestión pero, para la Argentina, ya no es posible alimentar ninguna duda sobre lo que debe hacerse.
Tu opinión enriquece este artículo: